La Torre Nueva es uno de esos monumentos que muchos desconocen. Sin embargo, esta torre de 80 metros y 24 centímetros fue el edificio más alto de Zaragoza durante varios siglos. Es uno de los tantos símbolos desaparecidos de la ciudad y por eso queremos rendirle su merecido homenaje.
Se decidió construir la Torre Nueva en 1504, para que albergara un gran reloj y un campanario con el que todos los habitantes de la ciudad pudieran conocer la hora oficial. Con el visto bueno del rey Fernando El Católico comenzó la edificación de la Torre en la plaza San Felipe, por el arquitecto Gabriel Gombao. Se levantó en un tiempo récord: 15 meses, y fueron precisamente estas prisas las que hicieron que al poco de construirse la torre se comenzara a inclinar.
Este edificio civil, de estilo mudéjar, se fabricó con ladrillo de cara vista sentado con aljez. Poseía 4 alturas y su base tenía forma de estrella de 16 puntas que más tarde se reforzó, por miedo a que se cayera, con una base octogonal, mucho más robusta.
Según los entendidos de la época hasta diez pies del suelo, la torre descansaba sobre su eje, pero desde esa altura hasta los 210 pies se inclinaba para en su tramo final continuar vertical. Esto fue así porque cuando montaron la base no dejaron secar los cimientos y uno de los lados fraguó peor tomando la torre una inclinación hacia esa parte. Nunca se consiguió corregir lo que la hizo conocida en toda España y protagonista de relatos y pinturas. Los expertos afirmaban que la inclinación era de casi 3 metros.
El gran reloj que lucía la fachada de la Torre Nueva era obra de Jaime Ferrer que lo colocó en 1512, junto a las dos campanas que repicaban en los alto de este monumento. Tras su derribo una de esas campanas se colocó en una de las torres del Pilar en 1896.
Su chapitel fue modificado en tres ocasiones. La primera lo formaban 8 pirámides coronadas por una esfera. En 1680 comenzó a rajarse y se eliminaron las pirámides colocando en su lugar un chapitel menos pesado.
Su sustituto sería un triple chapitel, con cubiertas de pizarra con una aguja una bola, un arpón dorados y una cruz, colocados en 1749. Y 129 años más se eliminó de nuevo para cambiarse por un tejadillo de cuatro vertientes.
Durante la Guerra de la Independencia la Torre Nueva sirvió como torre de vigilancia para controlar los movimientos de los franceses y que tras la Guerra también se vio resentida. En 1818 se reparó levemente y el arquitecto encargado de dicha obra, Agustín Caminero, restó importancia a la inclinación de la torre asegurando que no se caería.
En 1829 llegaría la sustitución de su gran reloj ya que el anterior había dejado de funcionar. 17 años más tarde un fuerte vendaval dejó gravemente dañada a la Torre Nueva. Fue entonces cuando a las voces a favor de su derrumbe comenzaron a aflorar.
A pesar de la opinión de arquitectos como José de Yarza y Miñana que aseguraba que la torre no se iba a caer y la defensa de muchos intelectuales de la época quienes calificaron de «turricidio» este hecho en 1892 el pleno del Ayuntamiento votó a favor de su derribo.
Antes de llevarse a cabo el derribo se permitió durante una semana a todos los ciudadanos que quieran, previo pago de 10 céntimos, subir a lo alto de la torre para contemplar sus vistas por última vez.
Muchos criticaron este acto dado que si la torre estaba en tan malas condiciones por qué dejaban que la gente subiera poniendo sus vidas en peligro. Por esta razón son muchas las voces que acusan a los gobernantes de esa época de sacar beneficio de aquel evitable derribo de uno de los monumentos más importantes que ha tenido la ciudad de Zaragoza. Pero no solo se hizo negocio con la entrada para ver la torre por última vez sino con muchas de las piedras que formaba la torre y que fueron vendidas para levantar algunas de las casas del centro de la ciudad.
Los restos de un «turricidio»
Los nostálgicos que quieran recordar este bonito monumento pueden acercarse a la plaza de San Felipe en la que quedó dibujada, en los adoquines del suelo, la base del edificio, justo en el lugar donde se alzaba la majestuosa torre.
También quedan restos de la maquinaria de su reloj y su gran esfera en los bajos de Casa Montal. Esta tienda de alimentación con solera, que además acoge un pequeño museo, se sitúa en la misma plaza San Felipe y ha sabido conservar parte de este valioso recuerdo. Sus fotografías y demás reliquias se pueden visitar de forma gratuita en el horario de la tienda.
Un poco más adelante, en la fachada de unas viviendas también podemos contemplar un gran mural que nos descubre cómo fue aquella torre. Y otro gran mural formado, esta vez por baldosas, es el que se puede ver en el hall del Servicio Provincial de Sanidad, en el paseo María Agustín que da fe de la grandiosidad de esta torre civil.
Pero sin duda, el mejor homenaje que podemos hacerle es acompañar a ese joven que sentado en la plaza, con las piernas abrazadas, eleva su mirada al cielo buscando la figura de aquella que algún día fue una de las mayores representaciones del arte mudéjar de la ciudad de Zaragoza.